Sobre la necesidad de reinterpretar el concepto de ciudad: hacia una ciudad inteligente
En términos más pragmáticos, la vida en las ciudades modernas va tomando las formas surgidas de ese crisol en el que se mezclan la acumulación de conocimientos y vestigios históricos con la irrupción de una multitud de cambios, cada vez más drásticos y acelerados, producidos por toda suerte de innovaciones asociadas a las poderosas tecnologías exponenciales.
La innovación tecnológica ha sido un catalizador de los hitos morfológicos de las ciudades: las áreas de desplante del espacio construido pasaron de ser aldea a ser ciudad y gran metrópoli primero con la rueda y después con los motores de vapor, eléctricos y de combustión interna desarrollados a partir de la revolución industrial.
Siguiendo esa línea evolutiva la ciudad actual se encuentra en el remolino de la nueva revolución digital y está expuesta a un proceso de fusión entre dos constelaciones, dos ecosistemas complejos que identificaremos para fines didácticos como el ecosistema urbano y el ecosistema digital.
El ecosistema urbano está anclado a un espacio construido que mantiene una enorme variedad de relaciones funcionales entre elementos del medio natural y de todo tipo de actividades humanas. El espacio construido es la ciudad física. Es ese conjunto de calles, de infraestructuras y de edificaciones que se construye paulatinamente conforme a los valores y las normas de la civilización correspondiente. Insistiremos en ello porque es una piedra angular del edificio conceptual que estamos construyendo: el espacio construido es una materialización de los valores y las normas de la civilización que lo contiene.
El ecosistema digital es una nube densa y compleja de elementos interrelacionados mediante las nuevas tecnologías exponenciales, que borra las concepciones tradicionales que teníamos sobre la realidad, el tiempo y el espacio. Las fronteras físicas que conocíamos entre los ámbitos físicos, tecnológicos y biológicos se han difuminado y ahora la ósmosis digital nos abre nuevas dimensiones. Podemos contar con una realidad virtual y aumentada, vivir una multitud de experiencias simultáneas en tiempo real y redefinir el espacio a uno en el que las distancias euclideanas desaparecen. El número de personas que puede estudiar, capacitarse, trabajar, recibir todo tipo de servicios, entretenerse y relacionarse en tiempo real sin preocuparse si sus interlocutores están a uno o diez mil kilómetros de distancia, es ya muy grande y seguirá creciendo inexorablemente.
La ciudad moderna es pues un gran ecosistema complejo en estado de evolución permanente, en el que las actividades humanas interactúan con el espacio construido haciendo uso de un amplio catálogo de desarrollos tecnológicos en el que se incluyen tanto las tecnologías tradicionales como las digitales.
Todo evoluciona: tanto la ciudad física como los valores y las normas sociales van cambiando. Se construyen nuevos espacios y se destruyen otros; se refuerzan unos valores y se minimizan otros; se crean o se cambian unas normas y se eliminan o condenan otras.
Pero la naturaleza de la ciudad física es muy diferente de la naturaleza que caracteriza al sistema de valores y normas. Eso provoca que las velocidades con las que se realizan los cambios sean distintas: los valores y las normas pueden cambiar rápidamente, a veces de la noche a la mañana, mientras que la ciudad física suele hacerlo lentamente y por ello suele mantener sus formas básicas a lo largo de los siglos.
En este contexto es importante reconocer algo elemental que a menudo se ignora: el espacio construido es un elemento activo del ecosistema complejo que define a la ciudad. El espacio construido no es ni económica, ni social, ni ambiental, ni tecnológicamente neutro. Su diseño y las características de su construcción definen y especifican las relaciones funcionales que se dan entre ese espacio y el medio natural, así como entre las actividades humanas: condiciona cómo vivimos dentro de nuestras viviendas y dónde estudiamos, dónde trabajamos, dónde compramos, dónde nos entretenemos, cuánta energía consumimos, cuántos residuos generamos, cuánto contaminamos y cuántos recursos humanos, espaciales, temporales, energéticos y materiales aprovechamos o desperdiciamos. Aún más, el espacio construido es un factor que contribuye en la distribución de los derechos a la ciudad: divide los espacios públicos de los privados y ha sido un factor crucial en la definición y el reforzamiento de las desigualdades estructurales y los diferentes tipos de discriminación padecidos por diferentes grupos humanos.
Los espacios construidos con los que contamos son el resultado de la interacción entre dos sistemas de causales de diferente jerarquía: el primero y de mayor jerarquía es el que corresponde al sistema de valores y normas que definen la organización social de un territorio, de un país, de una nación; y el segundo es el que define cómo se materializan esos valores y normas en la construcción del espacio urbano.
Interpretamos al de mayor jerarquía siguiendo las ideas de Nancy Folbre1Folbre, N., The Rise and Decline of Patriarchal Systems, Verso, 2020., como un sistema patriarcal en su sentido más amplio, como una convivencia de estructuras de poder colectivo en el que el poder y las ventajas obtenibles de diferentes tipos de explotación lo detentan, histórica o coyunturalmente, algunos miembros de la sociedad, siempre heterogénea y dividida en grupos formados por razones de género, edad, sexo, etnia, clase socioeconómica, casta, religión o ciudadanía.
Los dos sistemas de causales han sido históricamente diseñados bajo un esquema de dominación masculina que trasciende y envuelve a todas las demás estructuras de poder colectivo, lo que ha propiciado que su evolución tome la forma de una hegemonía patriarcal. Es en ese macrosistema hegemónico en donde se inserta el sistema que dicta cómo materializar esos valores y normas en la construcción del espacio urbano.
Para propiciar una toma de conciencia de las implicaciones y de los alcances de este ecosistema hegemónico, tenemos que empezar por entender que la hegemonía patriarcal trasciende a las ideologías políticas y a los sistemas económicos. La dominación masculina ha subyugado por igual a las mujeres y demás grupos vulnerables tanto en regímenes autocráticos como en estados democráticos, y lo mismo ha sucedido recurrentemente en economías comunistas, socialistas o de mercado.
La retórica que justifica la subyugación puede cambiar entre regímenes políticos y sistemas económicos, pero en la práctica los efectos siempre han sido los mismos. Por eso, una ciudad no puede aspirar a convertirse en ciudad inteligente si no se cuestiona y cambia los cimientos de su construcción patriarcal por otros que den lugar a un espacio construido que no esté diseñado para castigar el bienestar de las mujeres y demás grupos vulnerables.