Llevamos años esperando contar con una Estrategia Digital Nacional que, finalmente, se publicó hace unas semanas en el Diario Oficial de la Federación.
Pero este instrumento de política tan esperado resultó una decepción generalizada. No podía ser de otra manera, considerando que lejos de convocar a los actores relevantes y a las y los expertos de primer nivel que tenemos en el país -y las de fuera- para construir la estrategia de gran envergadura que necesitamos, se prefirió hacer un ejercicio cerrado de gabinete que se dio a conocer cuando ya había concluido y que además pasó en fast track por la Cofemer.
¿Qué es lo que esperábamos y que sigue faltando? Nos referimos al plan para llevar de lleno al país a la digitalización, para integrar a la población a la sociedad de la información y el conocimiento, como ordena la Constitución. Es decir, una hoja de ruta que coordine esfuerzos de los distintos ámbitos del sector público, las regiones, las organizaciones privadas, la academia y la ciudadanía para el pleno uso y aprovechamiento de las tecnologías de la información y la comunicación, con el objetivo de cerrar las brechas de acceso a las oportunidades económicas y sociales que trae el avance tecnológico.
Una hoja de ruta que hable de infraestructura, redes y servicios, pero también de financiamiento, educación, equipamiento, habilidades digitales, contenidos relevantes, digitalización de servicios públicos, simplificación de procesos, accesibilidad, reducción de brechas, privacidad y seguridad. Un mapa que coloque también en la conversación a la inteligencia artificial, los datos masivos, el internet de las cosas, el blockchain.
¿Y qué tenemos, en cambio? Principalmente, propuestas generales de principios y aspiraciones para adquirir equipo y sistemas o para compartirlos entre dependencias públicas, así como para fortalecer la ciberseguridad. No hay un diagnóstico que nos indique cómo estamos, cuáles pueden ser nuestras fortalezas ni cuáles las debilidades. No hay una definición de acciones ni prioridades con calendarios, responsables, metas ni indicadores de desempeño.
Por el alcance de los objetivos planteados, más que un plan para digitalizar todo el país, la EDN parece concebirse como una estrategia de gobierno digital, lo cual tiene valor por sí misma, pero no hay que confundir uno con otra. El gobierno digital es un componente necesario en la integración de una estrategia digital nacional, pero no suficiente.
Inclusive constriñéndonos a los alcances de una estrategia de gobierno digital, la EDN se queda corta en muchos aspectos. Por un lado, comprende sólo una parte de la administración pública federal, ya que no se observan compromisos ni coordinación con dependencias que deberían tener un papel esencial en la digitalización de servicios públicos, como por ejemplo la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de Salud o la Secretaría del Bienestar. Tampoco hubo un acercamiento a los gobiernos locales, quienes tienen la responsabilidad de resolver un abanico de necesidades cotidianas de la ciudadanía, para lo cual las tecnologías digitales son sumamente valiosas. Están también ausentes los mecanismos que permitan la colaboración con los otros poderes del Estado: el legislativo, el judicial y los órganos constitucionales autónomos.
Por otro lado, la EDN se orienta principalmente a la adquisición y selección de equipos, sistemas y tecnologías, pero deja al margen los demás factores que deben estar presentes en el gobierno digital.
La ciberseguridad no está sólo en los fierros. El elemento humano siempre es el más débil. Una digitalización cibersegura implica: rediseñar procesos; transversalizar esta función en todas las áreas de las instituciones, sobre todo las que manejan datos y recursos; capacitar continuamente en habilidades digitales y prácticas seguras; así como contar con protocolos, guías y criterios para el manejo de información.
La preeminencia del precepto de la austeridad genera un documento muy desbalanceado. Nadie puede estar en desacuerdo sobre la obligación de usar los recursos públicos de manera responsable, pero este principio debe conciliarse con otros y no socavar el fin último de lo que se pretende alcanzar. De hecho, la búsqueda de ahorros a ultranza puede llevar a postergar inversiones indispensables, como por ejemplo la reingeniería de procesos o la capacitación, creando riesgos enormes para la ciberseguridad.
Regresando a lo principal, el hecho es que nos sigue faltando una estrategia digital nacional concebida como esa visión hacia el futuro con su hoja de ruta que nos insertará de lleno en la sociedad de la información y el conocimiento.
Ahora bien, lo cierto es que no podremos tener una verdadera estrategia digital nacional forjada al interior de cualquier grupo cerrado de personas, por más capaces que sean. Necesitamos replantear de fondo el ejercicio, que forzosamente debe sentar a la mesa a una variedad de actores públicos, privados, sociales y ciudadanos, incluyendo a la comunidad científica y a las voces de las colectividades excluidas de la digitalización. El objetivo es ambicioso y complejo. Por eso exige la articulación de múltiples esfuerzos, asegurando la diversidad de enfoques, incluso dentro del ámbito gubernamental.
En el fondo, necesitamos un ejercicio de planeación democrática, no en el sentido retórico que hemos escuchado durante décadas en el país, sino como una transformación de nuestra cultura autoritaria, vertical e impositiva, hacia la colaboración y la construcción común.