Lo digital nos invade inexorablemente y en México seguimos sin una visión de conjunto; sin una guía para sumar esfuerzos ni coordinar visiones; sin mecanismos para usar las tecnologías para un desarrollo incluyente.

No podemos negar que hay esfuerzos y proyectos digitales. Son muchos y cada vez serán más, porque el avance tecnológico no se detiene. Pero lo que vemos son iniciativas aisladas, que no siempre encajan unas con otras. Se dan pasos hacia delante, lentos e inconsistentes porque requieren otros elementos que no están en su lugar. Además, no toda la sociedad se mueve de la misma forma ni con el mismo ímpetu, por lo que quienes siempre han estado relegadas, se quedarán todavía más atrás.

Lo que nos sigue faltando es una visión de conjunto: la anhelada estrategia de transformación digital nacional que no llega y no parece estar entre las prioridades públicas.

Mientras tanto, el mundo se encuentra en un profundo debate sobre los retos y oportunidades que plantea la digitalización, generando propuestas y acciones desde un ejercicio amplio de reflexión.

Entendiendo el proceso de convergencia de los servicios tradicionales de telecomunicaciones con los medios de comunicación y su colisión de lleno en el ecosistema digital, algunos países están fortaleciendo y adecuando sus instituciones. En ciertos casos, otorgando nuevas facultades a sus autoridades, en otros, creando instancias de colaboración, generando unidades o autoridades nuevas o fortaleciendo el marco jurídico.

Aquí, sin un mapa que nos indique el destino al que queremos movernos y por causas totalmente desvinculadas de una estrategia de digitalización, se han desmantelado instituciones y proyectos, como la desaparecida Subsecretaría de Comunicaciones o los Puntos México Conectado. Al mismo tiempo, se deja en manos de CFE Telecom el diseño de la política pública de cobertura social de telecomunicaciones, lo que no corresponde a su vocación como operador de un servicio público, ni a su área de experiencia, ni a sus facultades legales.

Vemos por otra parte que, mientras en otros países ya no cabe duda sobre la urgencia de que las autoridades colaboren para atender de una manera integral los fenómenos complejos que implican las plataformas digitales en la competencia, la privacidad, la libertad de expresión y la seguridad, entre otros aspectos, aquí se insiste en mantener artificialmente silos que ya no son funcionales. Así, la Comisión Federal de Competencia Económica y el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) se siguen disputando competencias con base en definiciones analógicas y desfasadas de mercados que ya no existen, con lo que sólo han detenido procesos y limitado el alcance de sus intervenciones, en vez de buscar nuevas formas de actuar colaborativamente.

Tampoco vemos acercamientos entre las instancias más directamente relacionadas con lo digital para construir una agenda común. Allí están la Coordinación de la Estrategia Digital Nacional, el IFT, lo que queda del tema en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, CFE Telecom y las entidades especializadas de los gobiernos locales, como la Agencia Digital de Innovación Pública de la CDMX, todas ellas trabajando, sin duda, pero sin apoyarse para potenciar sus esfuerzos y sin una visión común de país.

Como una pequeña luz, debo comentar que en la Hoja de Ruta que publicó el IFT se marca la necesidad de establecer instancias de colaboración con otras autoridades. Ojalá que esa visión se contagie y se traduzca en cambios reales.

Por otro lado, desde el poder legislativo se observa un gran interés reciente en el ecosistema digital. Esto ya es un cambio positivo en cuanto a que ha instigado el debate público y la atención a estos temas. Lo preocupante es que la revisión del marco jurídico debería ser el resultado de la reflexión colectiva apoyada en un diagnóstico de la situación actual y una definición clara de hacia dónde queremos movernos. Si no sabemos dónde estamos y hacia dónde queremos ir, es infructuoso definir qué camino debemos tomar. O, como lo dijo Lewis Carroll: si no sabes a dónde vas, cualquier camino te llevará allí.

Por poner un ejemplo: se acaba de aprobar la ley que nos obligará a entregar nuestra información biométrica para poder tener una línea móvil, lo que pone en riesgo nuestra privacidad y seguridad. Por otro lado, existe un proyecto de grandes dimensiones que va avanzando para tener una cédula única de identidad digital en el país. En el momento en que contemos con ella, el registro que se aprobó resultará redundante y un dispendio absoluto de recursos. Se duplica la inversión, así como los riesgos para la privacidad y la seguridad de los suscriptores, sin duplicar los supuestos beneficios.

Por otro lado, no hay consideración del daño a la competencia y a la inclusión digital que significará esta nueva ley, precisamente porque surge de una óptica desarticulada y no de un plan integral que armonice los distintos objetivos de interés público.

Se impone al regulador y a los operadores privados la carga financiera y la responsabilidad de recabar y resguardar los datos personales de los usuarios, lo que implica inversiones importantes de recursos que dejarán de dedicarse a otras necesidades. Un gran número de puntos para adquirir una SIM móvil de prepago son tienditas y quioscos que atienden a población de bajos recursos, por lo que podemos anticipar que muchos de ellos terminarán sin poder vender líneas por no contar con el equipo y la tecnología para capturar los datos biométricos. Se perderán así esas ventanas para que las personas puedan adquirir su servicio, afectando más a quienes viven en áreas alejadas y poco densas, que suelen ser las de menores recursos. Además, las inversiones requeridas impactarán con mayor fuerza relativa a los operadores con menor participación de mercado, que tienen márgenes de utilidad muy delgados, vulnerando así las precarias condiciones de competencia de un mercado donde más del 70% de los ingresos se concentran en el operador dominante.

Por otro lado, el padrón de usuarios móviles amenaza gravemente la inclusión digital, al condicionar el acceso a las comunicaciones móviles a que la usuaria cuente con una identificación oficial y que entregue sus datos biométricos. Se crean así barreras considerables a un derecho protegido en nuestra constitución y que debe ser de la mayor prioridad, pues el internet, además de ser un derecho fundamental por sí mismo, es un poderoso habilitador de derechos humanos y una palanca de inserción económica y movilidad social.

Nos ponemos así en la vía de una cancelación masiva de líneas móviles en un futuro cercano. Por sus terribles consecuencias, es probable que en algún momento se cancele este registro, pero mientras tanto estaremos dedicando recursos públicos y privados en un camino equivocado.

Esta y otras iniciativas, como la que plantea la regulación de las redes sociales o la emisión de una nueva ley de cinematografía y el audiovisual, tienen la cualidad de animar la discusión pública y el intercambio informado, pero lo hacen sin haber emprendido antes un análisis integral que comprenda las interacciones entre la privacidad, la seguridad, la competencia, la inclusión digital, el desarrollo económico y la protección de derechos humanos; sin construir un mapa que nos oriente hacia el puerto de llegada.

La estrategia digital nacional ya era urgente desde antes de la pandemia. Ahora resulta crítica como una acción estratégica de transformación digital nacional para el acceso de la población a servicios públicos, al ejercicio de sus derechos y para la recuperación económica que asegure un modelo de desarrollo incluyente. Entre todo lo urgente, abramos un espacio para lo importante.

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