Necesitamos de la competencia y el combate a los monopolios si queremos una repartición más justa de la riqueza y las oportunidades económicas
En 1993 estaba en la etapa final de mi doctorado. Alejada de México, pero ya con la mira en el país y muchas ganas de regresar, en esa época que ahora es difícil imaginar sin internet, estuve al tanto de la génesis de la Ley Federal de Competencia Económica y de la creación de la Comisión Federal de Competencia, que allí se planteaba.
Como economista me emocionaba que se estuviera impulsando una regulación menos intrusiva y más eficaz de los mercados.
Veníamos de una época en la que se publicaba cada año en el Diario Oficial de la Federación una larga lista con los bienes y servicios sujetos a precios máximos. Eran hojas y hojas del diario, que contemplaban una variedad inverosímil de productos. Durante mucho tiempo, por ejemplo, las entradas al cine tuvieron un precio regulado. Es cierto que resultaba bastante barato ir al cine pero, por otro lado, lo común era tener que cambiarse varias veces de asiento hasta encontrar uno que no se estuviera cayendo ya que ese precio había desaparecido todo incentivo para invertir en las salas. El control centralizado de los mercados había generado grandes distorsiones.
Entrábamos entonces a una modernidad donde se podría estimular la inversión, pero al mismo tiempo se conformaba una autoridad necesaria para prevenir y corregir abusos naturalmente esperados en una economía muy concentrada y con abundantes oligopolios y monopolios.
Pero, así como yo veía con optimismo esta modificación fundamental a la aproximación pública a los mercados, me sorprendió atestiguar una crítica feroz que se oponía a la aplicación de la ley y a la creación de la autoridad de competencia, alegando que ambas instituciones eran imposiciones del exterior que nos orillaban a aceptar principios económicos extranjeros, extraños a nuestra cultura.
En esa discusión fuertemente cargada de ideología y que no ha dejado de resurgir periódicamente, nadie parecía recordar que nuestra Constitución desde 1857 incorporó como principio económico de primer nivel el combate a los monopolios. De hecho, éste es uno de los antecedentes más tempranos de principios constitucionales de competencia en el mundo moderno.
Hay precedentes de reglas protectoras de la competencia al menos desde el Imperio Romano, pero comúnmente se considera que la Ley de Prevención y Supresión de Combinaciones en Contra del Comercio, promulgada por Canadá en 1889, es la primera ley de competencia moderna, precediendo por un año a la Ley Sherman de EU.
No obstante, varios años antes de que aparecieran esas leyes, el artículo 28 de nuestra constitución de 1857, que es un antecedente directo del artículo 28 actual, establecía:
“ART. 28. No habra´ monopolios, ni estancos de ninguna clase, ni prohibiciones a´ ti´tulo de proteccion a´ la industria. Esceptu´anse u´nicamente los relativos a´ la acun~acion de moneda, a´ los correos, y a´ los privilegios que, por tiempo limitado, conceda la ley a´ los inventores o´ perfeccionadores de alguna mejora.”
La competencia y el combate a los monopolios
Vemos entonces que la competencia y el combate a los monopolios fue parte del ideario constructor del Estado moderno mexicano, aunque a muchos les sorprenda.
No obstante, nuestra lamentable cultura de cuates, compadres, influencias y privilegios mantuvo este principio como letra muerta durante mucho tiempo y es cierto que, gracias a la evolución de la defensa de la competencia en el mundo, se empezó a generar presión para que, más de un siglo después, finalmente se hiciera realidad la aspiración constitucional de combatir a los monopolios.
Esto va simplemente para señalar que el combate a los monopolios es un principio estrechamente relacionado con nuestra historia. Pero, aunque no lo hubiera sido, de cualquier forma tendríamos que abrazarlo si queremos tener un país más justo.
La competencia presiona a las empresas a hacer su mejor esfuerzo para atraer consumidores a través de menores precios, mejor calidad y mayor variedad, atendiendo sus necesidades y preferencias. De esta manera, las personas pueden adquirir una mayor cantidad de bienes y servicios considerando su presupuesto, lo que implica que las ganancias de las actividades económicas se reparten de una forma más justa entre productores y consumidores.
En mercados monopólicos o donde existe colusión entre los competidores, es normal observar sobreprecios de los productos de entre 20 y 30 por ciento -a veces, como en las compras públicas, mucho más-.
Por eso, cuando se asegura una sana competencia en los productos y servicios de primera necesidad, puede disminuirse el gasto en la canasta básica en un porcentaje significativo, beneficiando más a la población de menores recursos, quienes son los que dedican una mayor parte de su ingreso para adquirir bienes básicos.
De allí que la sana competencia tenga un efecto progresivo en la distribución del ingreso, como si el poder de mercado fuera un impuesto que es posible eliminar gracias al funcionamiento eficiente de los mercados.
La dinámica de la competencia también favorece la cultura meritocrática, donde los bienes y servicios que más se venden son los mejores, más oportunos, de mejor calidad y más baratos, por lo que las empresas tienen que esforzarse para hacer mejor su trabajo, innovar y disminuir costos, lo que a su vez requiere contar con personal competente, creativo y productivo. Todo se integra en un círculo virtuoso donde se premia la eficiencia, el trabajo y el esfuerzo.
Las barreras a la competencia, ya sea que se trate de características inherentes a los procesos de producción, a conductas de los agentes económicos o a las normas y políticas de las autoridades públicas -lo que es más común de lo que quisiéramos-, provocan la acumulación de capital en pocas manos, con lo cual es más fácil que las empresas abusen de su posición para cobrar precios excesivos, generando un efecto regresivo en la distribución del ingreso.
El otro lado de la moneda de la sana competencia es la libre concurrencia, considerada como una garantía individual, que asegura el acceso a oportunidades de trabajo para individuos y empresarios de todo tamaño, principalmente para aquellos que no cuentan con grandes capitales y cuyo principal activo es una idea poderosa, apoyada en capacidad y esfuerzo.
A mayor competencia menor corrupción
Finalmente, la competencia facilita el combate a la corrupción relacionada con los mercados, ya sea para prevenirla o para corregirla. Existen numerosos estudios que identifican una relación negativa entre competencia y corrupción: en los mercados con mayor competencia hay menor corrupción y viceversa.
La corrupción se vuelve una herramienta para que las empresas puedan manipular los mercados y así evadir el esfuerzo requerido para producir mejores productos a menores precios, influyendo ilegalmente ya sea en las adquisiciones públicas, en las normas que crean barreras a la entrada para nuevos competidores o en la vigilancia del cumplimiento de la regulación.
Por lo tanto, una actuación rigurosa de la ley de competencia deja menor margen para que se generen prácticas de corrupción en los mercados.
Todo esto para reflexionar en torno a que la competencia y el combate a los monopolios han sido una aspiración histórica de los mexicanos, quienes la necesitamos si queremos una repartición más justa de la riqueza y las oportunidades económicas. La cultura de la igualdad no es compatible con los monopolios.