La pandemia del coronavirus ha pasado a segundo plano en los murales de noticias internacionales, pues este mundo convulsionado en el que vivimos da mucho de qué hablar todos los días. Pero la pandemia no ha muerto, sigue causando miles de muertes cotidianas en muchos países y la comunidad científica está preocupada por el descubrimiento de varias cepas nuevas y altamente inmunoevasivas.

Las cepas que preparan el regreso de un nuevo impulso del virus son todas subvariantes de Omicron, y se han estado extendiendo por todo el mundo; últimamente los avances han sido más rápidos en la India, Singapur y algunas partes de Europa. Es cuestión de tiempo para que se propague a los demás países.

Por ello este tema va a seguir causando preocupaciones y, como ha sucedido con las olas anteriores, causará más muertesen aquellos países que se han distinguido por un mal manejo de la pandemia. La respuesta es sí, pueden ir anotando a México en los primeros lugares de la lista.

Pero en esta ocasión me quiero referir a un aspecto que no tiene que ver con el manejo de corto plazo, sino con un aspecto de largo plazo relacionado con la planeación de las ciudades a la luz de las experiencias que hemos tenido con esta última pandemia. Claro que es un tema que por el momento no concita ningún interés, pero es importante y vale la pena no perderlo de vista.

Para nadie es un misterio que la planeación urbana que tenemos ha dado muy malos resultados. Nuestras ciudades han sido planeadas con base en machotes legales y normativos que arrastran sesgos históricos y patriarcales, pero que se siguen aplicando porque traen una inercia muy poderosa que es difícil de cambiar. Los escasos intentos por cambiar los paradigmas de la planeación han sucumbido ante las resistencias al cambio y los miedos a probar nuevas ideas que se confrontan con los usos aceptados y las costumbres establecidas.

Pero la pandemia nos trajo algunos ejemplos claros que desnudan a las ideas preconcebidas y ventanean la fragilidad con la que se sostienen. Un caso ejemplar es el del teletrabajo: antes de la pandemia el trabajo en casa, aunque fuera uno o dos días de la semana, resultaba inaceptable para las empresas; se contaba con una batería de argumentos que lo descalificaban y en el ambiente laboral se le tomaba como un signo de debilidad y una falta de compromiso con la empresa. Todas las proporciones guardadas, se le percibía de manera similar a como muchos hombres perciben a las mujeres que se separan temporalmente del trabajo por razones de cuidado de enfermos o maternidad.

Pero llega la pandemia y el teletrabajo deja de ser la opción de los desapegados y los faltos de compromiso, se convierte en una necesidad para mantener a la empresa funcionando y que de paso (¡Oh, herejía!) mejora el bienestar del personal, lo hace sentir que recupera una parte que tenía perdida de sus vidas y eleva la productividad (debo confesar que en mi caso personal eso lo descubrí hace 20 años, los que llevo haciendo teletrabajo sin interrupción).

A la fecha, una alta proporción de los empleados en muchos países se siguen resistiendo a los mandatos de las empresas para regresar a la oficina (sus razones tendrán) lo que ha forzado a los gurús del éxito empresarial a tragar algo de camote y a explicar que ahora sí, el nuevo modelo de eficiencia y productividad se llama trabajo híbrido.

Lo que quiero rescatar de este caso es que un fenómeno parecido se da en el tema de la planeación urbana. Los defensores del tipo de planeación vigente mantienen posturas equivalentes a las de los directivos que rechazaban el teletrabajo antes de la pandemia. Su resistencia al cambio está cimentada a partir de los usos aceptados y las costumbres establecidas, y cualquier alternativa que confronte estos preceptos suele ser descalificada a priori.

Pero las ciudades que tenemos, ineficientes en muchos sentidos y ambientalmente depredadoras, merecen la oportunidad de irse transformando para mejorar la vida de sus habitantes. El tema no es sencillo y son muchos los aspectos que hay que cambiar de raíz, por lo que ahora tomo sólo uno de los importantes: la zonificación de los usos del suelo. Esta idea de la aglutinación de los espacios de acuerdo a sus usos ha sido desde siempre un factor estructural para el derroche de todo tipo de recursos materiales, de suelo, de tiempo y de energía. También es un factor clave para castigar la productividad de las personas y organizaciones, y para mermar la competitividad urbana. Es un principio sacrosanto de los urbanistas que sin embargo mostró una faceta desconocida hasta antes de la pandemia: las personas más expuestas a los contagios durante los periodos de confinamiento fueron las que tuvieron que seguir realizando largos trayectos cotidianos entre su vivienda y los sitios en los que realizaban sus actividades cotidianas.

Este factor se suma ahora a muchas otras razones que se han esgrimido a lo largo de los años para modificar el esquema de la zonificación, que ha sido defendido a capa y espada por los urbanistas con el mismo ímpetu con el que los gurús de las empresas denostaban el teletrabajo antes de la pandemia.

Pero las pandemias seguirán apareciendo cíclicamente como lo han hecho a lo largo de la historia, aunque quizá con mayor frecuencia en este mundo ahora hiperconectado. Las ciudades deberían de jugar un papel más importante en la prevención y manejo de este tipo de fenómenos.

Share This