En casi todo el mundo llevamos décadas aplicando políticas públicas orientadas a maximizar el crecimiento económico, el producto interno, el ingreso per cápita, las inversiones y otras variables relacionadas con la riqueza de las naciones. Si se trata de políticas sectoriales, el enfoque está en aumentar la cobertura de los servicios, la capacidad, la calidad.
Sería injusto ignorar que, al mismo tiempo, ha existido una preocupación por acortar la desigualdad en sus muy diversas facetas: en acceso a oportunidades económicas, a la educación, a la salud, a la justicia. Desigualdad entre ricos y pobres, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, población urbana y rural.
En el entorno de las telecomunicaciones, también ha crecido la preocupación por abatir la brecha digital, es decir, el acceso desigual de la población a las tecnologías de la información y la comunicación y, principalmente, al internet.
La desigualdad y las propuestas
La desigualdad no es un tema que haya pasado desapercibido; ha estado presente en el discurso y en los posicionamientos políticos, en el planteamiento aspiracional de los planes gubernamentales, así como en las exigencias sociales. Pero la preocupación no se convierte automáticamente en acción. La realidad es que, en la práctica, estas manifestaciones no han logrado reflejarse en políticas públicas específicamente diseñadas para combatir la desigualdad.
La corriente dominante descansa en la creencia de que, al incrementarse la riqueza de un país, se podrán generar mecanismos virtuosos que la redistribuyan (primero crecer, para después repartir); o bien que, al mejorar la situación general de la población, la desigualdad dejará de tener relevancia.
Y es así que en el mundo, durante décadas, hemos experimentado un crecimiento sostenido de la riqueza y abatimiento de la pobreza; pero al mismo tiempo, se ha producido un incremento imparable en la desigualdad dentro de los países, entre los países y entre las regiones, con la concentración de una gran riqueza en muy pocas manos. Es cierto que los pobres son menos pobres que antes, pero la distancia entre los que menos y más tienen, se ha agrandado. Ha crecido el tamaño del pastel, con lo cual a todos les toca más que antes, aunque, al repartir este pastel, los más privilegiados rebanada cada vez más grande.
Desigualdad e inestabilidad
A la par, estamos viviendo tiempos de inestabilidad social y política, movimientos autoritarios, populistas, extremistas y secesionistas, el renacimiento de distintos tipos de intolerancia y otras expresiones que se alejan de la práctica democrática y la solidaridad. Todo esto a pesar de que, en la mayor parte de los países, las personas han mejorado su acceso a vivienda, salud, educación y otros satisfactores, con una mayor esperanza de vida y un visible incremento en el ingreso per cápita.
La ampliación de estos fenómenos de inestabilidad frente al crecimiento de la desigualdad, no debería verse como una simple coincidencia.
La percepción de injusticia crea sentimientos negativos, enojo, desconfianza, y termina por afectar el tejido social. Una población que se siente marginada de las oportunidades o de los múltiples satisfactores que produce la sociedad en la que vive, va perdiendo incentivos para contribuir productivamente a la colectividad.
En la red circulan diversos videos que reflejan la percepción de la justicia que tienen algunos animales. Como ejemplo está el de un par de monos capuchinos que han convivido un largo tiempo. A uno de ellos se le pone una simple tarea que se premia con un trozo de pepino. El mono desempeña su tarea sin contratiempos, recibiendo con agrado su pago, hasta que se da cuenta de que, junto a él, se encuentra el otro mono efectuando la misma acción, pero recibiendo una uva, fruta que es mucho más apreciada entre estos monos. En ese momento, el comportamiento del primero cambia radicalmente, mostrando enojo e inconformidad. Incluso arroja el pepino recibido. Es decir, prefiere quedarse sin su pobre pago, que aceptar una retribución injusta.
Las cosas no son muy distintas con los humanos. Desde hace décadas los economistas experimentales y después los psicólogos, biólogos y otros especialistas interesados en el análisis económico, han estudiado cómo afecta la percepción de injusticia al comportamiento humano, concluyendo que las personas en general tenemos una preferencia por la justicia, que puede llevarnos incluso a tomar decisiones que implican una pérdida de riqueza, en vez de aceptar una iniquidad.
Un experimento muy conocido, llamado el “juego del bien público”, donde varios jugadores deben hacer aportaciones voluntarias para financiar un bien que será aprovechado por todos, ha demostrado que, cuando se faculta a los participantes para castigar a los que no aportan (cuando surge la posibilidad de “hacer justicia”), aumenta considerablemente el valor total de las contribuciones. En situaciones análogas, se ha observado que un sistema fiscal considerado inequitativo genera mayor evasión fiscal; que las políticas empresariales que se perciben injustas propician el robo interno y un ambiente laboral desmoralizante; que el cumplimiento de obligaciones contractuales depende en gran parte de la equidad en los beneficios pactados. Incluso, se ha argumentado que la pérdida de apoyo popular a los servicios de cobertura social en los EEUU durante los últimos 20 años está muy relacionada con una percepción de inequidad y falta de reciprocidad en la repartición de costos entre los ciudadanos.
La desigualdad crea pesos muertos
A estas alturas, debería ser evidente que la desigualdad crea pesos muertos para la sociedad (además del problema inherente de injusticia), por lo que en el largo plazo implica un obstáculo para alcanzar los objetivos de maximización del crecimiento económico que buscan las estrategias tradicionales.
En contraste, la disminución de la desigualdad tiene un efecto multiplicador endógeno que se refleja en la obtención de otros objetivos de desarrollo, porque habilita a los más marginados para incorporarse en los ciclos de generación de riqueza, con lo cual dejan de ser un peso para convertirse en motores de crecimiento. La desigualdad y la injusticia pueden ser las semillas de la destrucción de cualquier proceso de desarrollo económico, por lo cual es importante repensar las políticas públicas para incorporar como un elemento fundamental los mecanismos que lograrán distribuir progresivamente los beneficios, de forma proactiva y enfocada, sin contemplar estas acciones como costos de las políticas, sino como la partícula cohesiva que posibilitará alcanzar los demás objetivos de forma sostenible y para el largo plazo.