De una forma inverosímil se ha alargado un enfrentamiento entre autoridades que no está ayudando a nadie.
Mientras en el mundo se convoca al análisis a reguladores, legisladores, académicas, organizaciones privadas y sociales, practicantes y consultores, en México la Cofece y el IFT se siguen enfrentando en el poder judicial para defender territorios y definiciones que están quedando rápidamente obsoletos.
Necesitamos dar un paso atrás. Comenzar por el principio, que es tratar de entender el profundo fenómeno transformador de lo digital.
Y es que la repetida pregunta que llevan la Cofece y el IFT a los tribunales está equivocada.
Cuestionar a quién le toca tal o cuál mercado, implícitamente asume que las facultades para actuar respecto de una plataforma digital deben ser exclusivas e íntegras para una sola autoridad de competencia, cerrando el camino a la otra, y que debemos seguir enfocados en la definición de mercados aislados, que se puedan repartir como unidades aisladas del ecosistema del que forman parte.
Los argumentos simplistas son útiles para el impacto mediático, pero no para la construcción de soluciones. En la plaza se enfrentan razonamientos extremos anclados en el pasado o que reducen al absurdo: que no se puede asignar al IFT lo digital, porque entonces terminaría absorbiendo todos los mercados; que el solo uso del internet le da al IFT competencia en cualquier actividad; que debe dejarse a la Cofece todos los casos que no se limiten estrictamente a las telecomunicaciones tradicionales; o que los únicos servicios que son del ámbito del IFT son los concesionados. Ninguno de esos argumentos es serio ni refleja el meollo del asunto.
Los verdaderos retos para la competencia y la regulación están en que la digitalización de muchas actividades está transformando a nuestras sociedades y, con ello, la manera de hacer negocios, de producir, de elegir, de interactuar. No es simplemente que estemos usando el internet como vía para anunciar productos o hacer pagos. El desarrollo de las plataformas digitales implica el surgimiento de sistemas complejos donde se entrelazan numerosos grupos de consumidores y oferentes, quienes intercambian simultáneamente bienes y servicios, dinero, tiempo, datos, tráfico y publicidad. Los alcances de esos modelos de negocio eran imposibles antes de la explosión digital.
Ya no se trata de las tradicionales cadenas productivas donde en cada etapa se va avanzando en el proceso de transformación desde la materia prima, el trabajo y el capital hasta llegar a un producto único que se coloca en el mercado.
En los nuevos sistemas complejos digitales se realizan transacciones directas e indirectas entre grupos distintos donde unos buscan u ofrecen productos o servicios, pero otros también información, entretenimiento, trabajo o, incluso, inadvertidamente pasan el tiempo cediendo sus datos, que son procesados y utilizados como parte de todo este tejido que genera valor. Pensar que estos sistemas completos pueden asignarse a una u otra autoridad es quedarse muy cortos frente al carácter transversal de la digitalización. Asimismo, concebir que es posible repartirlos en pedazos para que quirúrgicamente la Cofece o el IFT los analicen de manera aislada, es condenar al fracaso sus intervenciones.
Además, el desarrollo tecnológico que posibilita estas complejas plataformas digitales exige abandonar conceptos desactualizados de las telecomunicaciones, que están en continua evolución y donde la noción de la convergencia es esencial. Ignorarlo sólo nos llevará a regular para el pasado.
Precisamente por esta evolución y por la sofisticación de los nuevos modelos de negocio, en otros países se está quitando el acento a la definición del mercado relevante, para enfocarse en tratar de entender el fenómeno, sus efectos o causas, para construir posibles soluciones. Ese es el caso de Europa, donde se va abandonando el énfasis en la definición formal del mercado relevante para darle más importancia a las hipótesis de daño, la identificación de estrategias anticompetitivas y los impactos en las dinámicas de la competencia, la concurrencia, el bienestar del consumidor y la innovación.
Lejos de pensar en la defensa territorial de facultades, necesitamos autoridades de competencia que unan fuerzas para abordar los retos que enfrentan, dilucidando cuál de entre ellas puede estar en mejor posición de solucionar problemas específicos, considerando sus mandatos, herramientas legales y especialización, que no son idénticos ni equivalentes. O bien, cómo complementarse de la manera más efectiva, aprovechando sus fortalezas.
Algunos desafíos de la economía digital requerirán intervención ex ante o bien, ex post. Unos, afectan sólo aspectos de competencia, mientras que otros tienen ramificaciones en la privacidad, la seguridad, la pluralidad, el derecho a la información, los derechos de los usuarios o la inclusión. Estamos hablando entonces no sólo de la necesaria colaboración entre autoridades de competencia, sino también en el carácter de regulador sectorial y garante de derechos humanos del IFT, y en la necesidad de convocar a otras entidades públicas con mandatos relacionados.
Las fallas del enfoque que pretende deslindar territorios exclusivos entre Cofece e IFT son tan obvias, que desconcierta que la discusión siga dirigiéndose a un camino sin salida.
¿Qué pasaría en una concentración donde un operador de telecomunicaciones tradicional adquiera una red social, si es que se reitera la decisión judicial de que el mercado de las redes sociales le compete a la Cofece? Es evidente que ciertas redes sociales ofrecen servicios de comunicación personal que son sustitutos de la telefonía y la mensajería corta, más aún con las aplicaciones de audio y video que ahora son comunes. Sería absurdo pensar que cada autoridad de competencia tendría facultades para ver sólo una parte del mismo mercado relevante.
Por otro lado, el IFT regula las redes sociales a través de las disposiciones sobre neutralidad de la red. No es congruente pensar que este órgano autónomo pueda tener un ámbito para la competencia económica y otro para la regulación.
¿Qué pasaría si la Cofece y el IFT pelean facultades para investigar una práctica monopólica que involucre la oferta de servicios de telecomunicaciones empaquetados (como se hace en el mercado), donde se incluye el servicio telefónico, acceso a internet y datos para acceso a redes sociales?
¿En qué predicamento nos encontraríamos si en un asunto en el que se conceda competencia exclusiva a Cofece se revela una problemática en términos de pluralidad o acceso a la información? ¿Con qué fundamento la Comisión acudiría al IFT para recomendar remedios, si existe una determinación judicial que no le reconoce competencia en el caso al regulador?
Por otro lado, el deslinde de ámbitos competenciales en los temas digitales por la vía judicial, como se ha hecho hasta ahora, puede tener efectos indeseados en otros mandatos del IFT, como puede ser la protección de los derechos de las audiencias.
Si las audiencias tienen derechos al acceder a contenidos de televisión y radio abiertas, estos no deberían quedar desprotegidos cuando las personas acceden a los mismos contenidos en las plataformas que tienen los operadores en línea o a través de redes sociales, como ocurre con Facebook.
No hay respuestas sencillas, pero sin duda se hace más difícil encontrarlas a través de la confrontación y la judicialización.
La comunidad internacional coincide en los llamados a la colaboración, que muchos países van poniendo en práctica. Tal es el caso del Reino Unido, con la creación del Foro de Cooperación para la Regulación Digital, donde participan la Oficina de Comunicaciones (Ofcom), el Comisionado para la Información (ICO), la Autoridad para las Conductas Financieras (FCA) y la Autoridad para la Competencia y los Mercados (CMA).
En México, la Profeco y el IFT han encontrado vías para colaborar en la protección de derechos de los consumidores y usuarios, en beneficio de las personas.
En su momento, la Comisión Ambiental Metropolitana se creó para mejorar colaborativamente la calidad del aire que requiere de la atención integral de un sistema complejo en una urbe que se extiende a lo largo de distintos gobiernos locales.
Lo digital nos reta todos los días. Exige desaprender y reaprender, también en las formas de hacer política pública. Aprendamos menos protagonismo y más colaboración.»