La noticia de la posible compra de Twitter por parte de Elon Musk ha generado gran debate en todo el mundo, por muchas razones. Una, es la personalidad singular y polémica de Musk, además del interés en los fenómenos digitales y la centralidad que han adquirido las redes sociales en nuestras vidas.
Twitter es una red muy grande, con 436 millones de usuarios, que es casi la población de Estados Unidos y México juntas. Sin embargo, en el mundo de las redes sociales apenas se ubica en el lugar 15 por número de usuarios. A la cabeza están Facebook con 2,910 millones, YouTube con 2,562, WhatsApp con 2,000 e Instagram con 1,478 (datos de Statista para 2022). Y vale la pena mencionar que Facebook, WhatsApp e Instagram son parte del mismo conglomerado, Meta. Pero esto da para otra conversación.
Aunque Twitter no es la que reúne la mayor cantidad de usuarios, la dinámica de las redes, que a veces sigue sus propios impulsos, ha hecho que en ésta se haya centralizado el debate político, por lo que constituye un espacio público esencial para ejercer los derechos de manifestación, de asociación, al acceso a la información y a la libertad de expresión, donde es imperioso garantizar que estos derechos puedan ejercerse con seguridad, pluralidad, diversidad y responsabilidad.
Elon Musk ha dejado ver que le preocupa asegurar que Twitter sea un espacio donde se ejerza la libertad de expresión. Pero, aunque en términos abstractos todas deberíamos coincidir con ese principio, en el día a día, al resolver reportes sobre contenido inapropiado, hay que usar reglas, definiciones y límites prácticos. Quien impone estas herramientas, en los hechos elige un estándar específico de libertad de expresión.
La libertad de expresión debe convivir con otros derechos. Además, diferentes personas, grupos y colectividades deben poder expresarse y manifestarse sin impedir que otros ejerzan el mismo derecho. Sin embargo, el discurso de odio inhibe la participación de las personas y grupos que son el objeto de esa hostilidad; pone en riesgo su seguridad y genera autocensura. En la práctica, no es fácil encontrar los balances apropiados.
En México, el discurso de odio y la incitación a la violencia están fuera del ámbito protegido por la libertad de expresión.
En EU la situación es distinta. Aunque en ese país no existe propiamente el concepto de discurso de odio, dichas manifestaciones sí están al amparo de la libertad de expresión, razón por la cual se permiten, por ejemplo, las marchas y las expresiones de supremacía racial del Ku Klux Klan.
En Alemania, donde las políticas públicas reflejan un proceso singular de reflexión y aprendizaje histórico, la libertad de expresión convive con la prohibición de usar símbolos de organizaciones consideradas inconstitucionales, como la esvástica y el saludo nazi.
Entonces, cuando hablamos de libertad de expresión en una red social que rebasa fronteras, ¿quién define cuáles son los estándares aplicables?
En este momento, la respuesta es que esa decisión está a cargo de las creencias, opiniones, posiciones políticas y hasta el estado de ánimo de una sola persona: el dueño de la red.
Musk ha estado llamando nuestra atención con los cambios de señal sobre esta adquisición. Un día parece que se va a concretar, y al día siguiente la posibilidad se aleja.
Ha declarado que, si se convierte en dueño de Twitter, desbloqueará la cuenta de Donald Trump para vuelva a participar en la red. También ha dicho que Twitter se ha ido sesgando a la izquierda y que quiere ver una comunidad digital más equilibrada, lo que quiera decir con ello. Nos está mostrando sus preferencias personales y, de forma natural, anunciando cómo nos las va a imponer, sin consideración de sus consecuencias sociales, políticas y humanas, como si se tratara de una decisión tan inocua como cambiar el nombre a un producto o el color a las paredes de una fábrica.
Si Trump regresa a la red, probablemente también veríamos el regreso de una cantidad enorme de cuentas canceladas, incluyendo las que dispersan información falsa, los supremacistas y grupos discriminadores, voces que refuerzan el discurso misógino, comentarios racistas, clasistas, etc.
Lejos de estar rogando que las redes sociales y otras plataformas digitales caigan en manos de personas medianamente razonables, deberíamos entender de una vez las llamadas de alerta por no contar todavía con esquemas de gobernanza que aseguren la libertad de expresión, el acceso a la información y la pluralidad en el ágora virtual, que debe ser un espacio seguro para mujeres, minorías, personas políticas, activistas, periodistas y víctimas, entre otros.
Los estándares de protección de derechos humanos en las redes sociales, así como en otros espacios públicos, deben estar garantizados por mecanismos a prueba de las convicciones de una sola persona. Ni pública, ni privada. Ni el accionista mayoritario de una empresa, ni el ministro o el presidente de un país. Tampoco a cargo de un solo Estado que imponga su cultura, sus leyes y su visión de las cosas al resto del mundo.
Es hora de ocuparnos en construir mecanismos de gobernanza público-privados con la participación activa de la ciudadanía, que crucen fronteras y nos aseguren un futuro digital de derechos y oportunidades para todas las personas.