Las redes sociales se han convertido en el ágora donde ejercemos, entre otros, nuestros derechos a la libertad de expresión, a la información, a la asociación, a la manifestación, así como a una vida democrática que incluye pluralidad y diversidad. La interacción que se produce en las redes puede vulnerar esos derechos cuando se traduce en noticias falsas, manipulación de la opinión pública, incitación a la violencia, discurso de odio o violencia digital en sus distintas expresiones, como la política y la de género. Por eso, debemos acercarnos a esta cuestión con gran responsabilidad y cuidado.
El mundo nos lleva delantera. Si llegamos tarde al análisis colectivo, al menos, hagámoslo bien. La única ventaja de ir rezagados es que podemos aprovechar la experiencia y re!exión de los demás para avanzar a grandes pasos.
Lo que no debemos hacer es saltarnos etapas porque lo que está en juego es muy importante; se trata de proteger nuestras libertades y derechos ciudadanos.
Entre la razón y la preocupación
En el proyecto propuesto por el Senador Ricardo Monreal hay planteamientos que parecen razonables, pero las soluciones propuestas generan preocupación. Por ejemplo, se enfoca sólo en algunos temas específicos de la amplia agenda que podría integrarse y es omiso en otros; no considera a las noticias falsas como un fenómeno que por sí mismo merece atención pública; no plantea estrategias para detectar y eliminar noticias falsas; no analiza el efecto de las cuentas automatizadas (las granjas de bots) en la manipulación deliberada de la opinión pública; ni aborda la publicidad o propaganda política dirigida.
La propuesta tampoco sopesa distintas alternativas para escoger la mejor, lo que es esencial en cualquier ejercicio legislativo. Lejos de la única opción considerada, la experiencia demuestra que algunos problemas pueden ser bien resueltos con simples obligaciones de transparencia y rendición de cuentas, otros con mecanismos ciudadanos, corregulación o autorregulación, o mediante esquemas de gobernanza multipartes.
En aquellos casos donde se justique la intervención gubernamental, también hay alternativas: desde la aplicación de códigos, resolución de controversias o la experimentación regulatoria (regulatory sandboxes), hasta la prohibición tajante. Pero la propuesta no valora las alternativas, sólo impone una agenda unilateral que, al no haberse enriquecido de un diálogo plural y diverso, no asegura refejar el interés público ni las prioridades de la sociedad.
Instituto Federal de Telecomunicaciones, atado de manos
Respecto de la propuesta de que le corresponda al Instituto Federal de Telecomunicaciones intervenir en estos temas, coincido con la visión del proyecto que, en sentido estricto, no le da ninguna facultad a este órgano autónomo, pero interpreta de forma coherente y convergente las que tiene otorgadas en la Constitución.
Hay que reconocer que la arquitectura institucional planteada en la Constitución tiene amplias miras: el Instituto Federal de Telecomunicaciones no sólo es un regulador técnico y económico, sino también una autoridad de competencia y garante de derechos humanos. De manera congruente, la Carta Magna ordenó al Congreso que emitiera una ley convergente, lo que, lamentablemente, no sucedió. La historia que ha seguido es una muestra de grandes resistencias, comenzando por la emisión de una ley que no es realmente convergente y mantiene casillas restrictivas con definiciones y conceptos del Siglo XX.
Ahora bien, el que el Instituto Federal de Telecomunicaciones cuente con facultades constitucionales para abordar estos temas, no debe llevarnos a omitir una necesaria reflexión sobre el diseño institucional que necesitamos para los nuevos retos del mundo digital. Ese es otro tema en el que responsablemente otros países han avanzado y que también está ausente en el abordaje del proyecto.
En cuanto a los mecanismos regulatorios concretos se nos dice que el objetivo es la regulación de las redes sociales para evitar la censura, pero sin expresar claramente cuál es el concepto de censura que se pretende combatir, por lo que sólo nos queda tratar de deducirlo.
Se plantea que las redes sociales deben someter a autorización del Instituto Federal de Telecomunicaciones sus mecanismos de moderación de contenidos, donde los supuestos para poder bloquear contenidos o suspender cuentas son ataques a la moral, al orden público, a la vida privada y a los derechos de terceros, así como provocar delitos o perturbar el orden público, afectar los derechos de menores, difundir mensajes de odio y revelar datos personales.
La exposición de motivos curiosamente menciona el caso de Cambridge Analytica, donde se manipuló deliberadamente a la opinión pública abusando de los datos personales de los usuarios y creando noticias falsas para incidir en el proceso electoral. Pues bien, este grave caso se refiere para darle fuerza a la propuesta, pero en los mecanismos concretos, lejos de combatir este fenómeno, termina por dejarle la cancha libre.
Una autoridad no puede hacer algo para lo que no esté expresamente facultada. El proyecto hace una lista restrictiva de los motivos por los que se puede bajar contenido o cancelar perfiles y cuentas, y en esa lista no están los casos de la difusión de información falsa, del uso de cuentas automatizadas para manipular la opinión pública, ni el de la violencia digital, política y de género. Lejos de proteger la libertad de expresión, este esquema vulnera nuestro derecho a la información y limita las facultades constitucionales del Instituto Federal de Telecomunicaciones para tutelar este derecho, tal como le ordena el art. 7º constitucional.
En un contexto electoral, la propuesta deja vía libre a la intervención antidemocrática del espacio digital, ya que los mecanismos utilizados en distintas elecciones del mundo para manipular la opinión pública, se dejan sin regulación: la difusión intencional de noticias falsas, la personalización de mensajes abusando de los datos de los usuarios, la violencia política digital, las granjas de bots y trolls (cuentas automatizadas) para colocar mensajes o atacar personas e ideas.
Por otro lado, seguir usando conceptos vagos y subjetivos como “ataques a la moral y al orden público” puede servir para reeditar la experiencia que hemos tenido en México, donde la regulación de contenidos no ha sido eficaz en la protección de derechos (allí, el discurso discriminatorio, misógino, homofóbico, violento y con afectaciones a la niñez, de curso normal en muchos medios), pero sí se ha usado con fines de censura o moralistas, terminando por perseguir voces críticas, así como para bloquear desnudos intrascendentes y palabras altisonantes, pero sin cuidar los principios de la convivencia democrática.
Este proyecto se nos presenta con un empaque muy elaborado y vistoso, hecho con el último fin de que no pueda ocurrir en México lo que hemos visto en Estados Unidos con el bloqueo de las cuentas de Donald Trump, ni que se repita aquí la reciente suspensión de perfiles automatizados que viralizaban contenidos falsos. La propuesta nos llevaría a la parálisis del Instituto Federal de Telecomunicaciones u otras autoridades para actuar contra la información falsa y la manipulación de la opinión pública en las redes.
Ya vivimos esta historia con la promulgación de la actual Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión que en su artículo transitorio noveno limitó gravemente al Instituto Federal de Telecomunicaciones para ejercer sus facultades en materia de competencia y evitar la concentración excesiva de los mercados.
Y todo esto, en sentido inverso del llamado reciente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que “las personas con posiciones de notoriedad o que aspiran a cargos de representatividad contribuyan activamente a que las deliberaciones democráticas estén libres de violencia, desinformación, odio y manipulación”.
Acercándonos cada vez más a unas elecciones de peso en nuestro país, dejar espacio a la manipulación electoral de las redes sociales resulta francamente preocupante.